lunes, 27 de febrero de 2012



En una fría mañana impregnada del clima mediterráneo del que sólo Barcelona guarda recuerdos, un veintisiete del mes de febrero a muy tempranas horas, donde el alba poco a poco se abre paso en la densa oscuridad de un día que ya fue, José Tous y Soler muy presuroso se despierta; si, el descanso nocturno terminó, un nuevo día que trae la esperanza inicia. Está en su habitación, aunque algo más cómodo que la rústica celda del convento de los Capuchinos, aun no supera la melancolía de la vida llena de pobrezas, limitaciones pero desbordante del amor de los hermanos y la fraternidad que tanto caracteriza a los seguidores del poverello. Se dispone a dar inicio un día más al suspiro de su corazón, anhelo de sus entrañas, amor de sus amores; a servir a su único Señor y dueño y a realizar el milagro único e inconcebible del pan. Elevando su mirada al Sempiterno y uniéndose a los innumerables coros de ángeles, eleva su alabanza. Toma ese desgastado libro de hojas recorridas por los años de vida religiosa, y encuentra, esas palabras que una y mil veces ha repetido, pero que día a día tienen un significado vivificante:

“y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo

Porque irás delante del Señor a preparar sus caminos”

Su respiración es lenta, algo cansada, como el atleta que ha recorrido el Triatlón cuya meta casi alcanza. Nada lo detiene, ni el frío, ni el cansancio, ni el dolor en tu pecho de la vida llena de limitaciones, persecuciones y despojos; vida que amas, que no cambiarías por ningún tesoro sobre la tierra. Tomas esa capa que te ha acompañado una y otra vez en tus recorridos, en tus visitas, en tus pasos de “paz y bien”. Sales de tu casa para respirar ese aire con una esencia algo salobre y te diriges, algo más temprano de lo normal, a la casa del fruto de tu fiat al Señor. Llevas prisa. ¿Qué le ha susurrado la noche a tu corazón? Uno y otro, largos y cortos, pero todos presurosos, tus pasos te conducen ahí donde aguardan las fieles, las valientes, las vírgenes sensatas de la parábola. ¿Acaso imaginas lo que pasará hoy? ¿Lo que sucederá con ellas? No. No lo imaginas. Ya lo conoces, ya sabes lo que está a punto de ocurrir.

Te reciben con ese amor de los niños a su padre recién venido del trabajo, con esa sonrisa llena de amor y gratitud. Te revistes, sin detenerte, de la vestidura luminosa de aquel que venció a la muerte. Y en torno a la mesa, junto con tus fieles hijas, das inicio al milagro y prodigio del Dios Hombre. Ya no eres tú, es El, en ti. Tú en El, corre por tus venas, te habla con cada latido, parte con tus manos el pan. ¿Sabrán ellas que es este el momento? Tus ojos terrenales, moldeados con arcilla del Génesis, las contemplan por última vez. Sí, están listas. Han aprendido de ti, ves en ellas ese fuego de amor que consume todo, lo llena todo. Cada palabra, cada gesto, cada signo esta humedecido con el néctar de tu cariño. Y tomando el pan entre tus dedos lo ves, ya no está oculto, ya no es la zarza, ni la cruz, ni el sepulcro vacío; es El. Te mira a los ojos, su mirada penetrante sondea tu alma, te sonríe. Si, este el momento en que el cielo y la tierra se unen. En la mesa entregaste todo; tu ofrenda ha sido agradable a Él. Ahora escuchas esas tiernas palabras “siervo fiel”. Ve y toma tu lugar. El que fue preparado para ti, embellecido con las lágrimas de tus sufrimientos. ¿Y ellas? Ya no te preocupas. Sabes que seguirán tremolando la bandera que les dejas, contra viento y marea, venciendo todas las tempestades.

Tu cuerpo inerte cae al suelo, lleno de esa paz que caracteriza a los santos. Lágrimas, lágrimas de las hijas que pierden a su padre. ¿Se ha ido? Se preguntan unas a otras, y al ver el altar donde has dejado el pan consagrado, se responden ¡NO! Se quedó con nosotras para siempre.

Silencio,

muerte,

paz,

VIDA, VIDA, VIDA.




NAAM

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